¿Cómo deshacer un imaginario? Sobre Cuentos Bárbaros de Claudia Coca
Mijail Mitrovic Pease
En 1902 Paul Gauguin pintó Cuentos bárbaros [Contes barbares], un óleo sobre lienzo
donde el encuentro entre los exóticos cuerpos de mujeres indígenas de la Polinesia
y un misterioso extranjero pelirrojo es representado como si aquel último
escuchase algún secreto nativo en medio de un paisaje tropical y brumoso. La
apuesta primitivista, que este cuadro ilustra perfectamente, buscaba criticar
la decadencia europea y capitalista a través de un retorno a cierta idea de
paraíso que, pensaban, se encontraba aún vivo en otras latitudes. Se trata de
una ideología estética bastante romántica que ha sido constantemente renovada durante
todo el siglo XX, utilizando genéricamente a las sociedades no occidentales
como fuente para el trabajo artístico, pero únicamente en un registro imaginario. Imaginario no solo porque
todas esas historias locales, formas nativas e imágenes de cuerpos indígenas
han servido como nuevos motores para la atorada imaginación occidental, sino
también porque todo ello se ha visto reducido a su uso artístico en cuanto
imágenes: de forma estabilizada, no dialéctica y ajena a cualquier discurso
crítico sobre su historicidad. No está demás anotar aquí que el mismo Gauguin
consideraba que la pintura “es la más bella de todas las artes” puesto que “viéndola, cada espectador
puede crear una novela con su imaginación”.[1]
Imágenes raras para alimentar una imaginación cansada, o simplemente aburrida. El
pintor, finalmente, moriría en aquellas islas un año más tarde.
Un siglo después, y habiéndose extendido la lógica
primitivista a espacios insospechados por su origen artístico -a las propias
políticas visuales de muchos Estados, como el peruano-, sabemos de las muchas
contradicciones que condicionan la apropiación o captura de toda sociedad a
través de las imágenes. Aún más, si una artista busca una mirada crítica sobre
los procesos coloniales en la actualidad, debería sospechar profundamente –como
condición mínima- de toda propuesta visual donde las imágenes no sean puestas
en cuestión. O, dicho de otra forma, donde el uso artístico de las imágenes no plantee
una distancia crítica respecto de sus usos cotidianos o espectacularizados,
aunque a veces no se pueda o desee distinguir entre ambas estrategias.
La apuesta de Claudia Coca en Cuentos Bárbaros (2015) es precisamente la negación de esa herencia
primitivista y su denuncia como estrategia obsoleta ante el asunto colonial,
que ha sido su principal eje de reflexión y trabajo. Ello se hace evidente al
abandonar una estrategia figurativa y relanzar la pregunta por qué es lo que
queda representado bajo el conjunto de las imágenes que componen la exhibición.
Son, a simple vista, un montón de palabras sobre paisajes sin rastro de lo
humano o, más bien, donde el único rastro humano es la palabra misma, imponiendo
así un significante sobre un fondo que remite en primer lugar a la naturaleza.
Nada hay de natural en las imágenes de Cuentos Bárbaros, pero el gesto de la
letra impuesta afirma que, tras esa ausencia de una figura reconocible que
permita a la observadora identificarse, las palabras funcionan como una huella
que invita a imaginar lo ausente. Una huella opaca aunque legible, y es que no
es posible leer una palabra en solitario, pues desde Saussure sabemos que un
significante convoca un conjunto de relaciones paradigmáticas que nos permiten
diferenciarlo y especificarlo.[2]
El efecto buscado es obligar a quien mira a rellenar la imagen, abriendo un
campo de posibilidades de interpretación que bien podrían dar cuenta de su
propia posición ideológica. Aunque podría seguir especulando sobre los efectos
de la obra y el papel de la observadora, voy a centrarme en el componente
lingüístico del conjunto de piezas presentadas por Coca.
No hay mucho misterio en los fondos sobre los cuales
se inscriben las palabras: imágenes de mares y cielos, ambos depurados de un
encuadre paisajístico, reduciendo así cualquier referencia geográfica que
podría buscarse al observarlas. Ambos fondos apuntan simplemente a operar como
naturaleza sobre la cual se escriben un conjunto de palabras que podemos
dividir en dos grupos: aquellas que refieren a la producción colonial del
cuerpo individual, frente a otras más generales que pueden caracterizar a la
sociedad como totalidad. Dentro del segundo bloque, quiero concentrarme en el
par colonizados-emancipados.
No es en vano que el mar, fondo común a ambas, sea
representado a través de dos movimientos contrarios: una ola que avanza, frente
a su posterior retiro que deja ver la orilla. En la primera se escribe colonizados, mientras que una vez
retirada la ola colonial se revela la palabra emancipados. La lectura conjunta no es equívoca: el proceso
colonial –la ola que avanza- produce una forma de emancipación –la
independencia y la producción de la República, podríamos decir- que se inscribe
en un terreno único –la orilla, que remite a su vez al territorio y al cuerpo
social-. Es decir, entre la colonización y la emancipación hay una relación no dialéctica -esto parece
querer decir Coca- que permanece intocada a través de la historia.
Esta idea no necesita de una estrategia figurativa
pues cualquier imagen que refiera directamente a un pasaje de la historia
nacional (personajes, símbolos, etc.) remitiría directamente a una reflexión particular
sobre la historia. Frente a ello, me parece que estas imágenes muestran un
corte sincrónico donde lo principal es suspender la lógica del desarrollo
histórico nacional y pensar en que es el pensamiento –son las palabras- las que
continúan sujetadas a esas olas. Es el sujeto, finalmente, el que queda varado
en ese ir y venir del mar que continúa definiendo nuestro presente.
Desde allí, ¿por qué la única referencia externa al
par naturaleza-lenguaje es National
Geographic? Tal vez su sentido no pasa tanto por su rescate del
archivo como por un uso icónico de la revista más importante del
multiculturalismo global: la portada, empleada como marco, hace que cualquier imagen en su interior sea vista como una
evidencia histórica de la supervivencia de lo primitivo, como sociedades que
aún se funden con el paisaje natural. Al depurar la imagen fotográfica
corriente empleada por la revista, Coca introduce el mar y la frase cuerpos bárbaros, mostrando esa impronta
local del discurso colonial global (y contemporáneo).
Coca ya no parece estar interesada en hacer ver las formas de la colonización sobre el cuerpo
o la mirada, pues toma distancia del comentario directo para plantear una
pregunta acaso más difícil de responder: ¿las artes visuales seguirán
indefinidamente revisando los archivos de las historias nacionales para
conseguir materia prima? Su respuesta es, en mi opinión, escéptica frente a una
práctica artística que en su momento produjo nuevos impulsos críticos en el
arte local, pero que cada vez más se revela como un lugar común que, además,
parece ir muy bien con los intereses del mercado capitalista que domina la
escena. Podríamos decir que, tomando en cuenta la obra de Coca desarrollada en
las últimas décadas, estamos ante una tentativa de reinvención de sus
estrategias de producción crítica.
Si con su cuadro Cuentos
Bárbaros Gauguin deseaba liberar la imaginación occidental a través de una
mirada exótica sobre el supuesto mundo primitivo, los Cuentos Bárbaros de Coca buscan drenar ese imaginario colonial que,
mucho antes que las fantasías primitivistas del segundo colonialismo, continúa
determinando el pensamiento y la sensibilidad del individuo contemporáneo. Un drenaje simbólico a través de la
palabra.
Mayo 2015
[1] Citado en Arte del siglo XX. Edición de Ingo F. Walther. Madrid: Taschen,
2001, p.16
[2] En este punto quiero profundizar el
comentario de Martín Guerra Muente cuando afirma que la presente exhibición
realiza “un desplazamiento de cierto territorio reconocible hacia uno mucho
menos legible”. Me parece que es más complejo: la estrategia figurativa
adoptada por Coca posicionaba su obra en un territorio presto a que el
espectador se reconozca –o reconozca un “imaginario cultural” que le es
propio-, pero dominado por ese impulso a la identificación imaginaria que aún confiaba en cierta potencia
crítica de la imagen. El gesto de que la palabra sea el elemento central en su
nueva propuesta visual la lleva a un terreno más opaco, aunque allí haya una
mayor posibilidad de apuntar a sentidos más esquivos e inusitados que los
propiciados por la imagen. Si bien ha perdido o renunciado a la posibilidad de
dirigir los procesos de significación que la imagen contextualizada en un
acervo histórico local sugiere, la apuesta actual de Coca niega que la imagen
por sí sola sea legible, y apuesta más bien por la pluralidad de sentidos que
la palabra, aunque opaca, comporta. Una apuesta simbólica, antes que imaginaria.